Lunes 13 de Abril de 2020

La celebración de la Pascua, marcada por la cuarentena

Nuestro mundo está de luto colectivo: pérdida de vidas, pérdida de conectividad, incertidumbre, inestabilidad en los trabajos, etc. Parece que nos han despojado de nuestra libertad. Nuestra esperanza en un futuro luminoso parece más tenue, y nuestra capacidad de celebrar, cuando estamos tan dispersos, parece casi imposible.

Sin embargo, celebramos el Domingo de Pascua, un día de inmensa alegría.

Celebrar y vivir como “gente de Pascua” no significa que ignoremos el sufrimiento o pretendamos que no nos afecta. Más bien, nos alegramos porque comprendemos que el sufrimiento es necesario para la alegría, porque es a través de la transformación de este sufrimiento, que la alegría cobra sentido. Un sentido muy diferente al que el mundo conoce. La Pascua no hubiera existido si no hubiera atravesado un gran sufrimiento

“EL PRECIO DEL AMOR”

Homilía del Obispo diocesano durante la acción litúrgica de la Pasión del Señor, a puertas cerradas en la Catedral de Nueve de Julio, el viernes santo 10 de abril de 2020

Hoy, se nos presenta de lleno el mal, en todo su realismo, el misterio de la iniquidad.

Jesús, el justo por excelencia, el inocente condenado, al que crucificaron sin tener pecado ni haber cometido delito alguno. El concentra en sí y es el símbolo de todas las injusticias y contradicciones de la humanidad a lo largo de la historia.

Y esta realidad del mal, el misterio de la iniquidad, se nos presenta hoy también a nosotros bien concretamente en este contexto inédito de pandemia global, que a todos nos afecta de una manera u otra, poniéndonos de cara a la vulnerabilidad, debilidad y finitud humana. Y, en definitiva, al misterio del sufrimiento y la muerte.

En medio de la ansiedad por la incertidumbre de lo que vendrá, o de la angustia por el aislamiento, o ante las estadísticas de los contagios y de las muertes, surge espontáneamente el “¿por qué?”. ¿Por qué ocurre esto, por qué Dios lo permite?. Si Dios lo puede todo ¿por qué permite esta enfermedad, el sufrimiento y la muerte? ¿Son “pruebas” o de qué se trata?

Como siempre los seres humanos balbuceamos o tratamos de darnos diferentes explicaciones. Desde las más disparatadas o conspirativas hasta las más científicas y racionalistas. Para finalmente resignados admitir, desde nuestra pequeñez, que no tenemos respuesta a todo.

Por eso, es muy necesario mirar esta cuestión con ojos de fe, dejándonos iluminar por la palabra de Dios, para no llegar a conclusiones erróneas y pesimistas.

Fundada, basada y sostenida en la misma revelación divina -de la cual la palabra recién proclamada nos da testimonio- la tradición cristiana ha llegado a la siguiente conclusión: “del mayor mal, Dios puede sacar el mayor bien” (Santo Tomás de Aquino). La omnipotencia no siempre se manifiesta en evitar el mal; sino en que Dios, es tan bueno y tan fuerte, que es capaz de sacar un bien aún mayor que si ese mal nunca hubiese existido.

Muestra de esto es cuanto estamos celebrando en estos días: de la muerte de su Hijo en la cruz, sale la vida nueva por la resurrección. Eso nos hará cantar en el pregón pascual ¡Oh feliz culpa que nos mereció tan gran salvador!. Y que el refrán popular ha expresado de una manera que suena tan bien: “¡No hay pascua sin viernes santo!”.

El mal, el sufrimiento y el dolor no siempre tienen explicación suficiente ni remedio inmediato. No hay una respuesta clara y acabada a nuestros “porqué”. Así y todo, Dios por los misteriosos caminos de su amor, providencia y misericordia saca un bien del mal, supera con creces cuanto hemos perdido o -como decimos corrientemente- “escribe derecho sobre renglones torcidos”. Éste es el fundamento de nuestra esperanza. Y por eso mismo, podemos tener las pequeñas esperanzas cotidianas, las de “corto plazo” podríamos decir, que nos animan, sostienen y confortan ayudándonos a levantarnos y continuar caminando después de cada derrota, caída o pérdida.

Por eso, al contemplar hoy a Jesús clavado en la cruz, podremos descubrir el misterio del amor que transforma, supera y vence finalmente al misterio del mal. Este es el precio o el regalo del amor. Lo “pagó” -para decirlo en lenguaje fácilmente comprensible- el Señor por nosotros y así se transformó en el mayor “regalo”, don de vida nueva en el amor.

Entonces, en esta tarde volvamos al amor de Dios manifestado en su cruz, dejémonos envolver por este misterio, depositemos toda nuestra confianza en su amor, y ofrezcamos nuestros temores, dolores, angustias, errores y hasta pecados a los pies del Crucificado.

Hoy somos invitados a silenciar todos nuestros cuestinamientos contemplando en silencio a Cristo crucificado. Allí encontraremos la respuesta.

Ese mismo amor recibido en la cruz nos renueva interiormente y nos da las fuerzas necesarias para donarnos y servir amorosamente, para cuidarnos unos a otros. La genuina generosidad, solidaridad y servicio brotan auténticamente de esta fuente del amor divino.

Necesitamos estar muy unidos al Señor, único Salvador del género humano, en estos momentos inciertos y angustiosos de la historia. Solo así podremos evitar caer en las redes del mal y vivir anclados en la esperanza.

Jesús mismo en la cruz experimentó el silencio del Padre, pero gritó “en tus manos me encomiendo” y el abrazo de Dios, por la fuerza del Espíritu, lo colmó de vida. Por eso mismo, besando a la cruz, en cada hogar, digamos también nosotros con profunda fe: en tus manos está mi vida y el mundo entero. Entonces renacerá hoy nuestra esperanza, la paz y una gran confianza.
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