Jueves 26 de May de 2016
El Obispo llamó a la reflexión a las autoridades y saber interpretar el mensaje de la Iglesia al ser el Año de la Misericordia.
Homilía del Te Deum del 25 de Mayo de 2016
Estamos reunidos en esta Iglesia catedral -que es la casa del Señor, casa de oración, casa donde se congrega el pueblo santo de Dios en la oración- para conmemorar la gesta de mayo.
Es bueno recordar cuáles son las motivaciones más profundas por las cuales nos congregamos en esta celebración litúrgica.
En primer lugar, sabedores de coexistir en una sociedad plural con personas de diversas convicciones y sensibilidades, no creyentes y creyentes de otras confesiones, sin embargo, reunirnos en la Iglesia católica es recordar nuestro origen como nación y por lo tanto nuestra propia identidad como pueblo. En efecto, en nuestras raíces la fe cristiana ha dejado una huella imborrable que no podemos desconocer.
Vale como indicador que de los veintinueve diputados que firmaron el acta de la independencia hace doscientos años, once de ellos eran sacerdotes.
Pero además, los creyentes tenemos clara conciencia de que la oración es un aporte, un deber que brota de la fe, un auténtico “voto” con que contribuimos a la edificación de la nación. La invocación al Dios vivo “fuente de toda razón y justicia” es una súplica confiada en la cual imploramos la luz que esclarece nuestras conciencias en la búsqueda de la verdad, dilata nuestros corazones para convivir en “amistad social”, nos libera de rivalidades en puja de intereses egoístas, y anima nuestras voluntades para no decaer en la tarea, el compromiso y el esfuerzo por la consecución del bien común. ¡La oración, entonces, dilata nuestra confianza y sostiene la esperanza!
En segundo lugar, nos ponemos a la escucha de la Sagrada Escritura, la Palabra divina que ilumina la realidad y nos guía ayudándonos a discernir en medio de la complejidad de los acontecimientos de nuestra sociedad, cuál es el camino -atinado y prudente- a seguir. Cuando la Iglesia reflexiona sobre el texto bíblico, en un contexto como éste, no pretende imponer en modo alguno su propia visión sino aportar, motivar y animar, desde su más profundo convencimiento creyente, unos valores que ennoblecen a las personas, fortalecen la convivencia social y hasta sanan conflictividades.
¡El creyente hace de las riquezas contenidas en la fe su contribución al bien común de la sociedad!
Y, en tercer lugar, el congregarnos espiritualmente inspira, sostiene y fortalece el esfuerzo de los ciudadanos por encontrarnos una y otra vez, superando diferencias ideológicas, intereses mezquinos y antinomias violentas. La Iglesia ofrece su casa para promover la “cultura del encuentro” -un concepto muy fuerte del pensamiento y los gestos de nuestro Papa Francisco- es la posibilidad para superar prejuicios, antagonismos y mezquindades que lesionan gravemente la con vivencia social e inhiben todo desarrollo, avance y crecimiento de una nación. ¡Encuentro, diálogo y acuerdos superadores deberían ser consigna y propósito permanente de nuestra tarea cotidiana!
En esto consiste nuestra oración de hoy y a ello apuntan las reflexiones pastorales que ponemos de manifiesto.
Permítanme, ahora, expresar y condesar mi reflexión en una imagen que nos ofrece el evangelio que hemos proclamado: la casa.
En efecto, los obispos argentinos hemos presentado bajo esta figura el mensaje con ocasión del bicentenario de nuestra patria. Ahora quisiera recrear esta metáfora de la casa como el ámbito que nos permita descubrir a nuestra patria como la casa de todos los argentinos, donde reconocemos nuestra historia común, encontramos el recinto para cuidarnos como hermanos y soñar con un futuro mejor. Por ello les ofrezco esta breve reflexión en tres verbos que nos sugieren las acciones que debemos vivir en esta casa común: Recordar, cuidar y soñar.