Lunes 26 de May de 2014
Homilía de Mons. Martín de Elizalde OSB Obispo de Santo domingo en Nueve de Julio en el aniversario de la Revolución de Mayo.
Como todos los años nos encontramos reunidos en la Casa de Dios para agradecer al Supremo Hacedor todos los beneficios que nos ha otorgado en nuestra Patria, y especialmente en este día, en que recordamos el comienzo de la emancipación política, hace 204 años. Sin duda, el don más grande que hemos recibido de Dios, es el habernos creado a su imagen y semejanza, otorgándonos un alma espiritual, la libertad, la capacidad de amar.
Es a través de estas condiciones que resplandecen en todo hombre y en toda mujer la fuerza de la vocación recibida, la dignidad propia de cada uno, la llamada a colaborar responsablemente en los destinos del mundo y de la sociedad. Y esta realidad tan alta nos confiere a todos iguales derechos y nos lleva a hacernos cargo de los deberes y obligaciones que se derivan.
La paz social, la construcción de acuerdos, la búsqueda del bien común, no son simplemente el resultado de un pacto o convenio o la consecuencia de las experiencias, felices algunas, infaustas otras, de los caminos recorridos como Nación, sino que se deben a la naturaleza misma del hombre, a su destinación a vivir en sociedad, a las capacidades que lo distinguen y deben expresarse en forma comunitaria para la cimentación y el afianzamiento del orden político y del progreso social. Nuestra presencia hoy aquí nos recuerda que somos ciudadanos corresponsables de la Patria, porque somos hermanos, nacidos de un mismo Dios, Padre bondadoso y justo, y que hemos sido alimentados y sostenidos en la historia por las generosas dádivas con que nos ha enriquecido a lo largo de estos dos siglos de vida independiente.
Es momento para agradecer, pero también para pedir, y para confirmar con nuestra adhesión esperanzada la vocación y el deseo de vivir en libertad y en justicia, en la fraternidad y la paz, bregando armoniosamente para alcanzar el destino que se nos ofrece.
Los obispos argentinos hemos dado a conocer hace pocas semanas una declaración, que bajo el título „Felices los que trabajan por la paz”, nos propone una mirada sobre la realidad que estamos viviendo en la Argentina.
Es un texto escrito desde una participación muy serena pero también comprometida con los habitantes de este bendito país, y quiere ser una llamada a todos los hombres de buena voluntad que habitan este suelo, para que advirtiendo aquellas realidades injustas y peligrosas para la salud de la Nación, asuman con responsabilidad la tarea de mejorarlas con un cambio de actitudes y el ejercicio de aquellas virtudes que necesitamos.
Señalemos los momentos principales del mensaje de los obispos: Constatamos con dolor y preocupación que la Argentina está enferma de violencia. Algunos de los síntomas son evidentes, otros más sutiles, pero de una forma o de otra todos nos sentimos afectados.
Queremos detenernos a reflexionar sobre este drama porque creemos que el amor vence al odio y que nuestro pueblo anhela la paz” (1).
Esta violencia se manifiesta en hechos que provocan grave inseguridad, no solo en aquellos lugares más conflictivos, sino que está presente en las actitudes de muchos sectores de la sociedad. „Es evidente la incidencia de la droga en algunas conductas violentas y en el descontrol de los que delinquen, en quienes se percibe escasa y casi nula valoración de la vida propia y ajena”, prosigue la Declaración (2). Ya el año pasado, la Conferencia Episcopal Argentina advirtió
sobre este drama, que no se resuelve y donde no se advierten avances, a causa de una política insuficientemente articulada sobre el narcotráfico y una alarmante indefinición acerca de los
métodos para combatirlo, así como la escasez de recursos y de preparación para atender a las víctimas, que son los consumidores y proceden de los sectores más débiles y vulnerables.
Aquí mismo, desde el obispado de Nueve de Julio, intentamos promover algunas acciones juntamente con las instancias políticas y comunitarias, que esperamos todavía que puedan ayudarnos.
Otra mención importante es a la pobreza: „No se puede responsabilizar y estigmatizar a los pobres por ser tales.
Ellos sufren de manera particular la violencia y son víctimas de robos y asesinatos, aunque no aparezcan de modo destacado en las noticias. Conviene ampliar la mirada y reconocer que también son violencia las situaciones de exclusión social, de privación de oportunidades, de hambre y de marginación, de precariedad laboral, de empobrecimiento estructural de muchos, que contrasta con la insultante ostentación de riqueza de parte de otros. A estos escenarios violentos corremos el riesgo de habituarnos sin que nos duela el sufrimiento de los hermanos” (3).
Compartimos la responsabilidad, como miembros de esta sociedad: „Para lograr una sociedad en paz cada uno está llamado a sanar sus propias violencias. Es necesario reconocer las diversas crisis por las que atraviesa la familia, que es la primera escuela de paz. En ella aprendemos la buena noticia del amor humano y la alegría de convivir. Muchos niños y adolescentes crecen solos y en la calle provocando el debilitamiento de los vínculos sociales. Esto también repercute en la escuela.
Episodios de violencia escolar se desarrollan ante la mirada pasiva de algunos hasta que es demasiado tarde. Muchos jóvenes ni estudian ni trabajan, quedando expuestos a diversas formas de violencia” (4).
La situación educativa en nuestro país sufre por la falta de políticas coherentes, por lo que corremos el riesgo de que estas condiciones repercutan desfavorablemente en las jóvenes generaciones.
Cuando se cifra de manera casi exclusiva el éxito de la educación en una obligación formal – no siempre cumplida – de cursar determinado número de años, apuntando sobre todo a la „contención”, no se está realizando lo más importante, que es enseñar para la vida, capacitar para la inserción en la sociedad, proveer los instrumentos necesarios para ser verdaderamente personas libres, maduras, sanas, responsables.
Los obispos señalan un hecho que ha adquirido un desarrollo y una presencia isumamente alarmante: „La corrupción, tanto pública como privada, es un verdadero ‘cáncer social’ (EG 60), causante de injusticia y muerte ... Sólo si las leyes justas son respetadas, y quienes las violan son
sancionados, podremos reconstruir los lazos sociales dañados por el delito, la impunidad y la falta de ejemplaridad de quienes tenemos alguna autoridad.
La obediencia a la ley es algo virtuoso y deseable, que ennoblece y dignifica a la persona. Esto vale
también para los reclamos por nuestros derechos, que deben ser firmes pero pacíficos, sin amenazas ni restricciones injustas a los derechos de los demás.
Frente al delito, deseamos ver jueces y fiscales que actúen con diligencia, que tengan los medios para cumplir su función, y que gocen de la independencia, la estabilidad y la tranquilidad necesarias. La lentitud de la Justicia deteriora la confianza de los ciudadanos en su eficacia” (5).
Frente a la falta de acción por parte de las instituciones públicas, se apela a la represalia y a la venganza: „Para construir una sociedad saludable es imprescindible un compromiso de todos
en el respeto de la ley ... Sólo si las leyes justas son respetadas, y quienes las violan sancionados, podremos reconstruir los lazos sociales dañados por el delito, la impunidad y la falta de ejemplaridad de quienes tenemos alguna autoridad.
La obediencia a la ley es algo virtuoso y deseable, que ennoblece y dignifica a la persona” (6). Se reclama a veces un régimen carcelario severo, supuestamente eficaz. Pero, dicen los obispos, La cárcel genera en la sociedad la falsa ilusión de encerrar el mal, pero ofrece pocos resultados. El sistema carcelario debe cumplir su función sin violar los derechos fundamentales de todos los presos, cuidando su salud, promoviendo su reeducación y recuperación.
Nos duele y preocupa que casi la mitad de los presos no tenga sentencia. La mayoría de ellos son jóvenes pobres y sin posibilidades para contratar abogados que defiendan sus causas.
Ningún delito justifica el maltrato o la falta de respeto a la dignidad de los detenidos” (7).
No debe abandonarnos la esperanza, como expresa el mensaje del episcopado argentino: Estos síntomas son graves. Sin embargo, en el cuerpo de nuestra sociedad se encuentran también los recursos para afrontar el paciente camino de la recuperación. Todos estamos involucrados en primera persona. Destacamos, ante todo, el profundo anhelo de paz que sigue animando el compromiso de tantos ciudadanos. No hay aquí distinción entre creyentes y quienes no lo son.
Todos estamos llamados a la tarea de educarnos para la paz. Nosotros creemos que Dios es “fuente de toda razón y justicia” y que los peores males brotan del propio corazón humano. El vínculo de amor con Jesús vivo cura nuestra violencia más profunda y es el camino para avanzar en la amistad social y en la cultura del encuentro. A esto se refiere el Papa Francisco cuando nos invita a “cuidarnos unos a otros”. Jesús nos enseñó que “Dios hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 45). No hay persona que esté fuera de su corazón. En su proyecto de amor la humanidad entera está llamada a la plenitud. No hay una vida que valga más y otras menos: la del niño y el adulto, varón o mujer, trabajador o empresario, rico o pobre.
Toda vida debe ser cuidada y ayudada en su desarrollo desde la concepción hasta la muerte natural, en todas sus etapas y dimensiones.
Jesús es nuestra Paz, en él encontramos Vida y Vida abundante. A Él volvemos nuestra mirada y en Él ponemos nuestra esperanza para renovar nuestro compromiso en favor de la vida, la paz y la salud integral de nuestra querida Patria. Jesús nos dice: “Felices los que trabajan por la paz…” (Mt 5,9)” (9-10).
Por eso, en esta celebración, como lo están haciendo los fieles católicos en todos los templos del país en el día de hoy, rezamos la Oración que compuso san Francisco de Asís, rogando por la paz. Y concluyo con las palabras finales de la Declaración episcopal: La Virgen de Luján, presente en el corazón creyente de tantos argentinos y argentinas, nos anima y acompaña en nuestro empeño “…porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes… (EG 288)” (11).