Martes 2 de Junio de 2015
Por Eve Labandeyra.
Al igual que otros países latinoamericanos a mediados de los 80’ Argentina reingresó en un fenómeno que parecía extinguido: el populismo. Si bien el término deriva del latín pópulos no es precisamente porque sea un mero régimen representativo. Se trata, más bien, de una vieja forma de hacer política caracterizada por su constante interpelación al pueblo y en la que se destaca la seducción carismática del líder.
En nuestro subcontinente, el populismo sobrevivió a la fuerte represión de las dictaduras militares que sacudieron a los países latinoamericanos en los años setenta.
Este populismo conocido como neopopulismo se caracteriza por caudillos que aplicaron políticas económicas de corte neoliberal, que concentraron el poder y abusaron del liderazgo personal convirtiendo la política en un escenario del espectáculo.
En Argentina, las presidencias de Carlos Menem (1989-1999) señalaron el retorno de este fenómeno. Incluyendo una reforma constitucional que permitió su reelección, el uso abusivo de los Decreto de Necesidad y Urgencia y cambios institucionales para fortalecer el ejecutivo.
En un contexto como el de los años 90’ donde hubo un rechazo general de la dirigencia política, estos nuevos líderes se presentaron como outsiders al tiempo que el electorado tenía puesto el interés en líderes opuestos al statu quo, como consecuencia a la realidad que se vivía en sus países: falta de eficacia política, inseguridad y crisis económica heredada de la década anterior.
En este escenario, Menem se mostró populista apelando a promesas de una vida mejor transformándose en el símbolo de la nación.
Estos líderes suelen tener un discurso confrontativo y acentuar los antagonismos entre ricos y pobres, nacionales y “vendepatrias” polarizando de esta manera la sociedad. Asimismo, garantizan la movilización de la ciudadanía a través de la escenificación mas smediática donde el caudillo que moviliza y lidera frente a la política desestatizada, se transforma, una vez en el poder, en el presidente que repolitiza al Estado encarnándose él mismo en su expresión unívoca.
Ejemplos de ello son, además, Collor de Mello en Brasil y Hugo Chavez en Venezuela.
Así, el populismo es considerado en la actualidad como un fenómeno principalmente latinoamericano en la constitución del régimen político. El populismo es principalmente un híbrido entre el autoritarismo y la democracia.
Por un lado, es inclusivo en tanto dirige su discurso al pueblo e incorpora elementos de democracia participativa pero a la vez refleja una cultura política que confía más en el liderazgo personal que en las instituciones democráticas del Estado.
En el siglo XXI el fenómeno populista no ha desaparecido sino que se presenta de otra manera con sus características particulares (conocido como neopopulismo militar). Ejemplos de esta ‘tercera ola’ son los casos de Rafael Correa en Ecuador, de Evo Morales en Bolivia y de Néstor Kirchner en Argentina.
De manera acertada, Laclau ha sostenido que “pocos conceptos han sido más ampliamente usados en el análisis político contemporáneo y, sin embargo, pocos han sido definidos con menor precisión.” Equiparar el populismo con el autoritarismo sería un error. Los presidentes han sido elegidos democráticamente, han tenido el apoyo popular y han fomentado la inclusión social.
Sin embargo, prefieren el liderazgo presidencial y lealtades personales antes que instituciones democráticas y rechazan la democracia representativa. Identifican “su democracia” con el líder que une y representa los intereses del pueblo y la “democracia de los otros” con las instituciones liberales y los intereses de la élite. Es esta defensa de un proyecto hegemónico-excluyente y la concentración de poder en manos del Presidente, que sitúa al populismo cercano al autoritarismo aunque sin salirse del marco democrático formal.
Así las cosas, el populismo en América Latina puede ser definido como democracia electoral con un Estado de Derecho inexistente, o en el mejor de los casos, muy debilitado.
Eve Labandeyra, Politógola (UBA)