Viernes 29 de May de 2015
Mensaje de Mons. Martín de Elizalde OSB.
“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” Cfr. Rom 5, 5; 8, 11
Queridos hermanos y hermanas:
Al concluir los cincuenta días del tiempo pascual, llegamos con la liturgia de la Iglesia a la conmemoración solemne de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.
La promesa de Jesús, que no abandonaría a sus discípulos en la misión que les confiaba de continuar su obra, y que iban a recibir el Espíritu que sería para ellos verdad, testimonio, fuerza, consuelo, justificación, revelador de Dios, guía, maestro, intérprete (cfr. Jn 16), se cumple en este día.
Por él se hace posible la realización del cometido que les propone, con autoridad y confianza, en su despedida antes de la Ascensión: “Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos.
Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia” (cfr. Mt 28, 19 – 20).
En Pentecostés la Iglesia naciente recibe la gracia que hace presente a Jesús, para convertir a los hombres e iluminar al mundo, y tomando conciencia de ello, prepara y fortalece a sus hijos y los envía a la misión.
La venida del Espíritu trasciende lo individual, nos conduce a formar la comunidad, cuya cabeza es Cristo y su alma el Espíritu Santo, y nos identifica con la Iglesia: somos Iglesia, lo suyo es nuestro, lo nuestro es para ella y para los hermanos.
PENTECOSTÉS
“Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido, como el de una violenta ráfaga de viento, que llenó toda la casa donde estaban, y aparecieron unas lenguas de fuego que se repartieron y fueron posándose sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo…” (Hech. 2, 1 – 4).
El texto inspirado nos muestra que el acontecimiento de Pentecostés tiene una dimensión exterior: manifiesta, hasta estrepitosa, como un viento fuerte, con un suceso tan extraordinario como el don de lenguas; pero atendamos ahora a su dimensión interior, que es silenciosa, que anida en los corazones y se vuelve el fundamento de cuanto habrá de expresar exteriormente.
Es la plenitud del Espíritu, es decir, estar llenos de su presencia, habitados por su paz, renovados en la comunión interior con Dios.
Y descubrimos que la venida del Espíritu, que llega a las almas por el baño del Bautismo y la efusión del Espíritu, produce para cada uno de los fieles los mismos efectos espirituales que recibieron los apóstoles: la renovación interior por la presencia divina, el cambio de vida, visible a los ojos de los hombres, y la disposición para ser enviados, dando testimonio de una vida nueva, que comienza aquí en este mundo, pero tendrá su consumación en la eternidad. Celebrar Pentecostés es acudir a las fuentes de la fe, a la primacía del amor y al principio de nuestra esperanza, y así nace siempre y se renueva la Iglesia.
LA GRACIA QUE HABITA EN EL CORAZÓN
Pueden producirse manifestaciones exteriores que llaman la atención, y por eso, a menudo se asocia la acción del Espíritu Santo a esos hechos, como hablar en lenguas, curaciones, suspensión de los sentidos, y otros. Pero el primer fruto, y lo que tenemos que buscar siempre y ante todo, es la conformidad con la voluntad divina, el bien de la comunión con Dios, la renovación interior que nos aparte del pecado y de la indiferencia.
Cuando se busca solamente la mejoría exterior, con una preocupación dominante y considerándola el objetivo a conseguir, se cae en la confusión de ver en la oración y en los ritos litúrgicos de la Iglesia una especie de remedio, de receta que en cierto modo pretende obligar al mismo Dios a acceder a nuestros pedidos, cuando no se pone simplemente toda la confianza en las “facultades especiales y propias” de una persona, a quien se atribuyen poderes excepcionales.
LA PRESENCIA DEL ESPÍRITU SE MANIFIESTA EN LOS FRUTOS
El primer efecto de Pentecostés es interior, silencioso, pacífico, que cambia para bien la disposición de los hombres, como Pablo, convertido por la experiencia de Damasco, y los lleva a recibir el Espíritu, como los fieles de Jerusalén, que “quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a anunciar con valentía la Palabra de Dios” (Hech 4, 31). En la comunidad de la Ciudad Santa, los hermanos “acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la convivencia, a la fracción del pan y a las oraciones.
Toda la gente sentía un santo temor, ya que los prodigios y señales milagrosas se multiplicaban por medio de los apóstoles. Todos los que habían creído vivían unidos; compartían todo cuanto tenían, vendían sus bienes y propiedades y repartían después el dinero entre todos según las necesidades de cada uno. Todos los días se reunían en el Templo con entusiasmo, partían el pan en sus casas y compartían sus comidas con alegría y con gran sencillez de corazón. Alababan a Dios y se ganaban la simpatía de todo el pueblo; y el Señor agregaba cada día a la comunidad a los que quería salvar” (Hech 2, 42-47).
De la plenitud interior a la comunión en la Iglesia, y de esta a la irradiación hacia los hermanos, tal es el camino de los frutos del Espíritu, de modo que no tenemos que ver a Pentecostés como la experiencia arrebatadora de un momento, con un efecto subjetivo, sino como la puesta en marcha de un gran movimiento de conversión, desde la paz interior y el reconocimiento de Dios y su misericordia, hasta la difusión del Evangelio, no solo por la predicación de los apóstoles y los signos y prodigios, sino por el compromiso sereno y generoso de todos que ilumina el camino para llegar a Dios.
La descripción que hace el libro de los Hechos de los apóstoles de la comunidad primitiva de los creyentes es el modelo de una vida evangélica implantada fuertemente en los corazones, y los transforma.
Y es el principio desde el cual se irradia el anuncio que no es solamente un mensaje con palabras, sino una experiencia que se propone para ser compartida, con la irrupción de la gracia. Pidamos a Dios que nuestro Pentecostés nos conduzca a vivir con sencillez e intensidad este modelo de fe, de esperanza y de amor que es la primera comunidad de Jerusalén.
LA MISERICORDIA DIVINA
“Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida.
Misericordia: es la vía que une a Dios y al hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de nuestro pecado” (Papa Francisco: Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia, 2).
La misericordia del Padre llega a nosotros por la Encarnación del Hijo, que con su sacrificio en la Cruz y su mensaje llama al retorno confiado a la casa paterna, cuyas puertas se abren en la Iglesia, y para ello nos renueva y convierte.
La gracia del Espíritu Santo es una manifestación de esa misericordia divina, pues nos asegura la continuidad de la presencia del Señor, nos incorpora a su Cuerpo, que es la Iglesia, perdona los pecados y nos da fuerza para perseverar en el camino de la verdad con santidad y justicia. Y el envío misionero, que comienza en Pentecostés y perdurará hasta el fin de los tiempos, tiene como anuncio la misericordia que Dios nos tiene y lo vuelve programa de vida para nosotros, en la obediencia al mandato del Señor.
El Papa Francisco, en la Bula de convocación del Jubileo, indica muchas formas con las que debemos los cristianos trasmitir este mensaje de misericordia, para acercarlo a tantos que no lo conocen y sufren la angustia y el dolor de sus corazones inquietos y desconcertados.
La Iglesia está llamada a curar las heridas, y lo hace por la fe en la presencia y el poder de Dios, que es Padre misericordioso, por la liturgia y los sacramentos, por la Palabra revelada, por el vínculo de la caridad en la comunión fraterna, por la oración, por las obras de misericordia corporales y espirituales.
La Iglesia, nacida el día de Pentecostés por el derramamiento del Espíritu de Dios, tiene esta misión, y al cumplirla aquí en la tierra prepara la entrada de la humanidad redimida en el Reino de los cielos.
Nuestra celebración de Pentecostés este año une al acento misionero, la experiencia del encuentro con Dios en Jesucristo, de cuya plenitud hemos recibido todos (cfr. Jn 1, 16), y que con la gracia de este día, siempre renovada por la fe, queremos anunciar a los hermanos, invitándolos a descubrir la paz que viene de Él. Pido a la Santísima Virgen María, templo del Espíritu Santo, Madre y modelo de la Iglesia, Madre de la Misericordia, que interceda por este pueblo que desea vivir la vocación recibida y servir a sus hermanos.
Mons. Martín de Elizalde OSB
Obispo de Santo Domingo en Nueve de Julio