Miércoles 4 de Marzo de 2015

Extensa y conceptuosa nota con el nuevejuliense Ariel Tapia destaca la revista “Viva”

Bajo el título “La asombrosa vida del Messi del pato”, la publicaciónn que acompaña la edición dominical de “Clarín” señala que “Tapia es uno de los mejores jugadores de una disciplina considerada como el deporte nacional. Trabaja en el mismo campo donde lo hicieron tres generaciones de su familia. Pero también se da el gusto de jugar para príncipes”.

El mate pasa de mano en una ronda silenciosa. Mate y galletas para el final de la jornada. Las miradas apenas se cruzan. “¿Cerraste el corral?”, pregunta el patrón. “Sí”, responde el pibe, en un susurro, antes de alejarse por la huella de tierra.

La tropilla se aleja en un trote apurado rumbo a campo abierto. Al paso, el pelaje se esmerila con los rayos que se cuelan entre los árboles.

Algún rezagado resopla. Los perros apuran con sus ladridos corriendo a la par. “Abrojito, ¿cuánto hace que corrés los caballos?”, corta el mutismo Ariel Tapia.

Hay un breve diálogo sobre el tiempo transcurrido entrenando caballos.

Tapia es un tipo resposado. Dice poco, observa mucho. Las preguntas lo incomodan. Perfil bajo -bajísimo- tiene este jugador de pato considerado como uno de los mejores de los últimos años.

O el más destacado de su generación. Revisa Tapia si todo quedó en su lugar: los aperos, las monturas, los cojines.

A pocos kilómetros del centro de la ciudad de 9 de Julio, en el campo La Guarida, se respira pato, nuestro deporte nacional desde 1953.

A media tarde, en el potrero se cabalga durante un buen tiempo con el “pato” que va y viene, de un jinete a otro. Cualquiera podría pensar que se trata de un entrenamiento de quienes lo cabalgan.

Todo lo contrario. “Se hacen diferentes rutinas para que los caballos se vayan acostumbrando y salgan buenos jugadores”, comenta Tapia. Los caballos son los grandes protagonistas en este deporte.

Aunque al jinete se le seguirá pidiendo aquello que se enseña de generación en generación: destreza, fuerza y virilidad. Por lo que se ve, esas cualidades se aprenden desde temprano.

Cuando el pato -una pelota con cámara de goma recubierta por seis asas de cuero- cae a tierra por segundos, el jinete desaparece de la montura, con el cuerpo inclinado hacia el suelo, por un costado del caballo. Y todo a velocidad. Si de algo se envanecen los pateros es de esa audacia que no se ve ni siquiera en su primo elegante y glamoroso, el polo.

En el pato hay que forcejear con el rival en una cinchada a puro galope. Es un deporte de roce y “caliente”. Varias generaciones de pateros pasaron por La Guarida y nada indica que la tradición se detenga.

En el potrero andaban cabalgando los hijos de Ariel, Matías y Tomás. Y muchos años antes, lo hizo Jorge, su papá. Todos petiseros de los Spinacci: el patrón, Dante, es una de las figuras emblemáticas del pato junto con Martín Salaberry, aseguran quienes los vieron jugar en los 80.

En el corral quedaron algunos caballos por liberar. Tapia se acerca y los animales van hacia él. Le dan lengüetazos en el brazo como si fueran perros falderos: “Es porque estoy transpirado”, sonríe Tapia. La imagen habla de una conexión indescifrable. Son los caballos que él más monta. “Este es mi preferido. Dulce de leche se llama. Va a estar preparado para que juegue el año que viene.

Tiene buen cuerpo de patero: buenas patas, buenas manos, buen pecho, es ligero. Cumplió 6 años, lo fuimos haciendo acá”. Tapia les pasa la mano por la cabeza, los mira escrutándolos, hace comentarios sobre la pata de alguno. “Tengo algo especial con los caballos. Ser petisero es todo: es andarlos, darles de comer, enseñarles a jugar”.

Se empieza, al tranco, por casi un año, en el corral, todas las mañanas. “Hay que mostrarle la pelota de pato o el taco de polo para que se acostumbren y pierdan el miedo.

Hay caballos que en unos meses ya pueden jugar pero otros tardan un par de años. El mejor caballo que tuve tardó dos años y medio para jugar bien”.

Desde que nacen hasta que son vendidos como ejemplares listos para jugar pueden pasar seis años. Los que llegan a Europa como caballos de polo tienen un tiempo de adaptación. “El primer año no juegan en el mismo nivel que acá. Están con otra energía. Se ponen más fibrosos por la comida y de temperamento más bravo”.

Tapia mezquina palabras y gestos (“soy frío”, dirá), pero cuando el tema son los animales y el pato las frases salen sin pausa. Deporte prohibido en sus inicios, cuando en lugar de la pelota se usaba un pato vivo, el primer reglamento se hizo en 1937.

Antes de eso se trataba de un juego peligroso, en el que el campo de juego era de estancia a estancia, con cientos de jinetes divididos en dos grupos. Los forcejeos, las pechadas, algunos faconazos o la pérdida de equilibrio solían terminar trágicamente.

Sin embargo, el pato siguió en el ADN del gaucho. Y en el de Ariel, claro. Hace un par de meses,Tapia estaba decidido a colgar sus pergaminos.

Ahora se lo escucha contento cuando cuenta que participó del Torneo Retorno, en una cancha de La Pampa: “Ganamos y yo saqué la mejor yegua”, sonríe.

Se trata de La Leona, un animal de su propiedad. Con 10 goles de ventaja (equivale al hándicap del polo), en 16 años de carrera, jugó 9 finales del Abierto argentino y ganó 5. Estuvo fuera de las canchas durante un par de temporadas.

En 2004, hacía tiempo que no entrenaba y antes de la final un jugador de Barrancas del Salado se lesionó. Entonces lo llamaron a Ariel para que disputara la final con ellos.

Ganó el Abierto de Palermo, fue la figura del equipo y se llevó su primer Olimpia de Plata. Hasta 2010 no volvió a jugar, absorbido por las temporadas de polo en el exterior. El regreso fue exitoso: con La Guarida ganaron todo (“mi hijo Matías, mi hermano y yo, en distintas categorías”) y en 2012 se llevó el segundo Olimpia.

Y, de ahí en adelante, estuvo ternado siempre para llevarse ese premio, aun cuando su equipo no ganara la final del Abierto. “Hace tres años que vengo perdiendo por un gol... No me vengo triste ni enojado porque sé que estoy jugando bien”.

Los dos Olimpia y el premio Jorge Newbery -un trofeo que entrega el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires a los deportistas más destacados- están en un rincón de la cocina comedor de la casa, en avanzada construcción.

Un ventilador de pie da un respiro al calor de la siesta. A la calle donde vive Tapia todavía no llegó el asfalto. A unos kilómetros de ahí, donde su padre trabajaba en un tambo, en pleno campo, nació él.

Una foto sepia lo muestra a los 4 años, con las riendas en la mano. “Los mejores jugadores que vi son Dante Spinacci, Martín Salaberry y Nicolás Taberna -afirma-.

Pero no me comparo con ninguno. Siempre quise ser yo mismo. De todos aprendí algo.” Por más que le den ganas de dejar, todavía lo alienta un sueño: llegar a la final del Abierto -y ganarla, por supuesto- con sus dos hijos y su hermano Julián en el mismo equipo.

Aunque el no creérsela le impide elogiarse, sabe que es un patero único, aunque en los últimos tiempos los resultados no estuvieron de su lado. A los 40 todavía tiene rienda.

Acaso él, su generación, haya quedado en medio de un cambio crucial que tuvo este deporte al mismo tiempo que el campo. Los jugadores trabajaban de alguna manera la tierra.

Hoy, la mayoría tiene otras ocupaciones o trabaja en las ciudades. Muchos se han ido alejando. Una realidad vinculada con la llegada de la teconología al trabajo de la tierra, que fue prescindiendo de la gente. Además, sólo para poner un equipo en marcha,son necesarios cientos de miles de pesos, cifras a las que no todos pueden acceder.

Es un nuevo paradigma que llegó al pato como a otros deportes. Y eso a Tapia le produce una enorme añoranza de aquella mística artesanal que mamó desde chiquito, cuando dormía entre los cojines a cielo abierto. “Tres generaciones de mi familia trabajaron en La Guarida. Hasta los 13, trabajé con mi papá.Hice sólo la primaria.

A los 13, el petisero era yo. Y arranqué mi carrera”, cuenta. Más tarde empezó a viajar a Europa y a Sudáfrica para hacer las temporadas de polo. Porque de eso vive.

Primero como petisero; ahora como polista o piloto, un escalón más arriba, una suerte de coordinador de un equipo que pertenece a algún millonario. De abril a agosto, Tapia se instala en Windsor: “Ahí cerca del castillo, ¿viste?”, orienta sin mayores precisiones.

Pero se refiere a la residencia de la familia real de Gran Bretaña. “Hace unos años fui referí en un partido de polo del príncipe Charlie (así lo llama). Juega bien, y fuerte.

En un asado estuvieron Harry y William: muy buena onda, impresionante”, describe.

Allá Tapia se pone la camiseta de Les Lions y su patrón, revela, es un magnate alemán. No sólo lo contratan como polista (tiene 5 de hándicap), también entrena caballos.

Se dio el gusto de ganar la Roehampton Cup, un trofeo de los más tradicionales del polo inglés, en 2006, con el equipo Montana Team. Y fue tapa de la revista Polo Times. “Soy un tipo de suerte. Hago lo que me gusta y me da de comer.

Hay jugadores que están todo el día sentados sobre una sembradora y el pato es un hobby para ellos, como juntarse en un fulbito 5. Para mí no.

Esas son ventajas que das a los contrarios”, refuerza. No tiene planes para esta temporada.

Cualquiera lo querría tener a su lado.


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