Jueves 8 de Junio de 2017

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Periodistas

Por: Julio Fernández Cortés.

Se creen Rodolfo Walsh y apenas les alcanza para ser una burda imitación de Bernardo Neustadt. La cuestión viene al caso para analizar a los propaladores que tanto daño le hicieron a esta digna profesión desde el aparato paraoficial de comunicación del kirchnerismo.

La maquinaria estuvo conformada por medios públicos, empresarios “amigos”, hombres y mujeres de prensa oficialistas y los conversos, sólo por amor al dinero. Estos eran los más fáciles de detectar porque exhibían – y exhiben - un fanatismo afectado y superficial, además de mostrarse decididamente coléricos con quienes se apartaban medio centímetro del catecismo oficial. Son exégetas renegados de Neustadt porque aseguran aborrecerlo, aunque lo han superado como alcahuetes del poder.

De Walsh se suele destacar su entrega militante a la literatura y al periodismo, y la defensa de sus ideales hasta perder su vida por mantenerse inclaudicable. Pero, claro, el concepto de militancia en la violencia de Walsh, que no compartíamos poco tenía que ver con estos actuales “militantes” del periodismo.

Neustadt y Walsh fueron contemporáneos el uno del otro. Walsh murió cuando un grupo de tareas intentaba cazarlo tras su valiente “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”. Neustadt abandonó la escena en 2008, días después de escribir en su blog lo siguiente sobre el matrimonio Kirchner: “Consulté con un psiquiatra: son sadomasoquistas, gozan lastimando”.

Si Neustadt resulta emblemático a la hora de analizar qué efecto produce en un periodista ser un oficialista pertinaz, el tema de la militancia sobrevuela de manera persistente la agitada trayectoria de Walsh. Los que hoy tienen como modelo a este último no podrían, sin embargo, estar más en sus antípodas. Walsh no entendía la militancia desde el periodismo como la ejercieron sus “herederos”: un mero propalador de lo que hacía el Gobierno.

Neustadt encontró su hábitat natural en la televisión con Tiempo Nuevo, desde 1966, reinventó el programa político en TV y lo convirtió en una floreciente unidad de negocios que después muchos imitaron (“Estas empresas a las que les interesa el país auspician a...”).

Cuando Walsh se acercó al periodismo no lo hizo por el lado más fácil ni tampoco para conformarse con ser simple y vertical caja de resonancia de lo que dictaminaran los poderosos. Con ¿Quién mató a Rosendo? (1969) se metió con el poder sindical del temible líder metalúrgico Augusto Timoteo Vandor, que se sentía en condiciones de disputarle el poder al mismísimo Perón. Se supo después que tampoco aceptó dócilmente los gruesos errores tácticos de los Montoneros, que llevarían a una generación de jóvenes a un inútil baño de sangre.

En el 83, cuando todavía no había comenzado la retirada militar del poder, Neustadt le hizo frente en cámara a una verdadera potencia periodística mundial como la entrevistadora Oriana Fallaci. “¿No le parece un poco injusto -le preguntó sin titubear- tratar a todos los periodistas de colaboracionistas, de fascistas y cobardes?” La italiana no se quedó atrás: “Personalmente, usted no me interesa absolutamente nada, señor Neustadt. A mí me interesa el público argentino. El periodismo no se puede dejar doblegar. Sin un periodismo de régimen, una dictadura no puede sobrevivir”.

Aun en el acto político más jugado de Rodolfo Walsh -la Carta a la Junta, que les envía a los propios comandantes, a las embajadas y a medios del extranjero-, el periodismo puro (no el panfleto, tampoco la consigna repetida y vaciada de contenido) es la bandera que Walsh vuelve a agitar en su última contribución a la profesión, a la que había aportado desde infinidad de medios tradicionales y clandestinos.

En esa misiva a los militares, Walsh ya menciona los “virtuales campos de concentración” y afirma que “las 3 A, la organización terrorista de ultraderecha paraestatal que cobijó José López Rega durante los gobiernos de Perón e Isabel son hoy las 3 Armas”, a las que acusa de “alfombrar de muertos el Río de la Plata o arrojar prisioneros al mar”.

A su manera, con sus virtudes y defectos, Walsh y Neustadt fueron vitales y vehementes. Acertaron y se equivocaron. Concibieron su profesión de manera abismalmente opuesta. Uno buscó la lucha y se quemó en ella. El otro señaló el camino de los periodistas cuentapropistas en los medios audiovisuales.

Se los relaciona en una misma nota no por lo que ellos hicieron sino por lo que sucedió durante el kirchnerismo: muchos de los que reivindicaban a Walsh se volvieron Neustadt casi sin darse cuenta. La vida tiene esas paradojas y el periodismo -que es la única forma imperfecta de dar testimonio de ella día tras día-, también. De todos modos, para un futuro periodista, el espejo debería ser Rodolfo Walsh y no estos atorrantes...

Julio Fernández Cortés
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