Miércoles 15 de Julio de 2015
Publicación pedida por Juan Carlos Tealdi Presidente de la Comisión de Bioética de la Fundación Femeba.
El fallo de la Corte Suprema de Justicia autorizando la suspensión de los medios de sostén vital en el caso de Marcelo Diez, paciente en estado vegetativo permanente durante veinte años, reinstaló en el debate público el tema de la muerte digna que dio lugar en 2012 a una ley modificatoria de la ley 26.529 de derechos de los pacientes.
En sus aspectos positivos, este fallo otorgó un merecido reconocimiento a la demanda de las hermanas del paciente, y precisó algunas distinciones conceptuales muy importantes sobre el tema.
Pero a la vez, introdujo un serio error de interpretación de la ley de muerte digna que deberá ser salvado para evitar nuevas barreras en la toma de decisiones sobre los derechos de los pacientes que la ley resguarda.
La Corte aceptó que aunque se trataba de un paciente diagnosticado de estado vegetativo permanente por unos médicos, y de estado de mínima conciencia permanente por otros, todos los profesionales habían coincidido en que no tenía posibilidad alguna de recuperación neurológica o de revertir su estado.
En modo coherente con la normativa internacional comparada, consideró asimismo que de acuerdo a la ley de muerte digna la autorización de abstención terapéutica ante la solicitud del paciente no debía considerarse práctica eutanásica, y que existía consenso en la ciencia médica en cuanto a que la hidratación y la nutrición enteral en tanto brindan al paciente soporte vital constituyen en sí mismos una forma de tratamiento médico, mientras que el soporte vital excluye la prolongación de vida solamente biológica. Estos son aspectos positivos del fallo.
Sin embargo, al analizar la razón última para legitimar la demanda de las hermanas del paciente, el fallo de la Corte se muestra confuso, contradictorio, y de significado erróneo en la interpretación de los bienes tutelados por la ley de muerte digna. Así se sostiene que “…lo que la norma (la ley de muerte digna) exclusivamente les permite (a los familiares) es intervenir dando testimonio juramentado de la voluntad del paciente con el objeto de hacerla efectiva y garantizar la autodeterminación de éste”. E insiste en ello al decir que los familiares hacen operativa “la voluntad de éste y resultan sus interlocutores ante los médicos a la hora de decidir la continuidad del tratamiento o el cese del soporte vital”.
El fallo considera que el orden de prelación de los familiares que la ley de muerte digna equipara al orden del artículo 21 de la ley de trasplantes en cuanto a la autorización para la ablación de órganos, de ningún modo puede entenderse en el sentido de transferir a las personas indicadas un poder incondicionado para disponer la suerte del paciente mayor de edad que se encuentra en un estado total y permanente de inconsciencia, ya que ellas sólo pueden testimoniar, bajo declaración jurada, en qué consiste la voluntad de aquél.
Los familiares no deciden “en el lugar” del paciente ni “por” el paciente sino comunicando su voluntad. Y esto resulta así para la Corte porque según ella “los términos del artículo 21 de la ley de trasplantes son claros al considerar que los familiares no actúan a partir de sus convicciones propias sino dando testimonio de la voluntad de éste”. Hay que señalar, sin embargo, la diferencia entre las decisiones sobre un cadáver (ley de trasplantes), y las de pacientes con enfermedades irreversibles o incurables (ley de muerte digna).
La Corte considera que “…no se trata de valorar si la vida de M.A.D., tal como hoy transcurre, merece ser vivida, pues ese es un juicio que, de acuerdo a nuestra Constitución Nacional, a ningún poder del Estado, institución o particular corresponde realizar”: “…la solución que aquí se adopta respecto de la solicitud formulada por las hermanas de M.A.D. de ninguna manera avala o permite establecer una discriminación entre vidas dignas e indignas de ser vividas, ni tampoco admite que, con base en la severidad o profundidad de una patología física o mental, se restrinja el derecho a la vida o se consienta idea alguna que permita cercenar el derecho a acceder a las prestaciones médicas o sociales destinadas a garantizar su calidad de vida”.
Para completar la interpretación, la Corte nos dice que la idea de dignidad humana es personal e intransferible y por eso se funda en la autonomía de la voluntad (en este sentido, la dignidad sólo podría fundarse en personas autónomas con plena conciencia). Sin embargo, en modo contradictorio con ese significado, más adelante nos habla de “…la dignidad que le asiste (al paciente) por el simple hecho de ser humano”, que le hace gozar tanto del derecho al rechazo de tratamientos médicos, como a recibir las necesarias prestaciones de salud y a que se respete su vida. Y aquí razonablemente debemos creer que esto se afirma para todo paciente (tanto consciente como inconsciente), lo cual es distinto.
El grave problema de interpretación que el fallo de la Corte ha abierto, es que en los casos de enfermedades irreversibles, incurables o terminales, amparadas por la ley de muerte digna, sólo podrían solicitar la interrupción de tratamientos extraordinarios o desproporcionados, aquellos familiares de pacientes que en estado de conciencia hubiesen expresado su voluntad a no recibirlos. El porcentaje de esos familiares, en el país que más empeño ha puesto en el tema (Estados Unidos desde 1990), es del 30%. De modo que el fallo dejaría librados a la judicialización al menos al 70% de los familiares de estos pacientes. Esta es una barrera muy seria.
Pero ese problema de interpretación es de fondo y no sólo de resultados. La Corte entiende que el conflicto del caso, a la luz de la ley de muerte digna, está centrado en los derechos a la vida, la autonomía, y la dignidad, e interpreta que esa ley se dirige a proteger la autonomía de la voluntad del paciente. Pero esto es parcialmente cierto. Porque desde el reclamo público, hasta el debate parlamentario y la letra de la ley de muerte digna, lo que la ley pretende tutelar es el derecho de las personas con enfermedades irreversibles, incurables o terminales, a estar libre de tratamientos médicos inútiles: extraordinarios o desproporcionados en relación con las perspectivas de mejoría o que produzcan como único efecto la prolongación en el tiempo de ese estado terminal, irreversible e incurable.
Este derecho de las personas -al igual que otros como la salud- no depende sólo de la libre voluntad de los pacientes, porque debe estar asegurado aún en el caso en que los mismos estén inconscientes y no se hayan expresado en vida. Hay que decir que una amplia mayoría de las personas se expresa diciendo que no querría recibir tratamientos invasivos que no tuvieran ningún efecto para devolverlos a la conciencia y la vida de relación en el caso de enfermedades incurables o irreversibles.
Por eso es que del mismo modo que el derecho a recibir tratamiento médico debe estar asegurado en personas autónomas como en las que no lo son, el derecho a estar libre de tratamientos fútiles no puede desaparecer cuando una persona pierde su conciencia y no se ha expresado previamente. Y para asegurar ese derecho, los familiares en acuerdo con los médicos deben tener prioridad ante el Estado (la justicia) que sólo debe intervenir en casos de desacuerdo entre los primeros. Desde hace cuarenta años, por la sentencia del caso Karen Quinlan, es un serio retroceso el interpretar que el derecho a estar libre de tratamientos médicos inútiles debe protegerse únicamente en razón de la autodeterminación de los pacientes.
Una consideración semejante cabe hacer al concepto de dignidad humana. La ley de muerte digna se pronunció en contra de la muerte indigna a la que las personas son sometidas por el imperativo tecnológico de una obstinación en seguir tratando a las personas aún cuando a las mismas no les sirva para reintegrarse a la vida social, psicológica, espiritual e interpersonal, sino tan sólo para estar biológicamente vivo.
Contrariamente a quien dice en modo absoluto que en toda muerte humana hay dignidad, o que en modo abstracto la dignidad humana se funda en la autonomía personal, hay que decir que en modo concreto hay muchas formas indignas de la muerte y el morir que están más allá de la autonomía y de un ser humano metafísico. Es indigna, entre muchas otras, la muerte de un paciente psiquiátrico por abandono, la de un indigente en situación de calle por un frío extremo, o la de un prisionero arrojado al mar desde un avión.
Por eso es que la dignidad humana es lo que toda persona merece por el solo hecho de ser persona, sea autónoma o no lo sea.
Pero la ley de muerte digna se focaliza en la indignidad de la muerte por tratamientos inútiles en enfermedades irreversibles, incurables o terminales. Y es en ese marco de condiciones que la ley establece, que cuando un paciente ha perdido su autonomía y no se ha expresado previamente, son sus familiares en acuerdo con los médicos quienes han de decidir si continuar o no con los medios de sostén de la vida biológica. No se trata, por tanto, de un poder incondicionado.
La obligación primaria de los médicos es proveer los tratamientos que puedan resultar beneficiosos para los pacientes, pero al mismo tiempo lo es el abstenerse de realizar tratamientos fútiles para los mismos.
El tratamiento de pacientes en estado irreversible, incurable o terminal, es particular porque por un lado los médicos no tienen obligación de seguir administrando soporte vital, pero por otro lado deben atender al deseo de los familiares y respetar su derecho a que por razones emocionales o espirituales puedan querer seguir viendo a su familiar biológicamente vivo.
No se trata de juicios sobre la calidad de vida o las vidas indignas de ser vividas (juicio propio de los médicos nazis), de lo que se trata es de establecer quienes han de tener la autoridad moral para tomar la decisión ética radical de continuar o interrumpir los tratamientos médicamente inútiles para devolver a los pacientes ni tan siquiera la mínima expresión posible de su vivir humano. Y sostenemos que son los familiares en acuerdo con los médicos, y no los jueces (el Estado), quienes han de tener esta autoridad.
Juan Carlos Tealdi
Presidente de la Comisión de Bioética de la Fundación Femeba