Jueves 14 de May de 2015
Nota de opinión de Eve Labandeyra.
Con frecuencia se habla abiertamente sobre la debilidad de las instituciones como un altercado más derivado del escenario político. Sin embargo, comprender la organización institucional argentina no resulta tan sencillo como parece.
Principalmente, las instituciones son un instrumento de poder. Nunca son neutrales sino que están “manchadas de sangre”, producto de una lucha estabilizadora a partir de una situación socio-estructural.
La Constitución de 1853, influenciada por Las Bases de Alberdi, fue moldeando el conflicto hasta establecer sus propias condiciones de existencia. Pero debieron pasar casi treinta años, en medio de batallas y una reforma, para que se materializara finalmente en 1880.
Con el triunfo de Roca sobre Tejedor, se impuso un marco institucional para la dominación interprovincial a lo largo de la unión. Se consumó la federalización de Buenos Aires, completando el diseño institucional alberdiano con un Presidente poderoso y el ingreso de nuestro país en la era del federalismo plural centralizado.
Este carácter centralizador ha entorpecido la viabilidad de una coalición social que toda institución necesita para poder estabilizarse. Muestra de ello es la vigencia de la ley De coparticipación de 1988, que la Constitución del 94 exige sea modificada. Sin embargo, esa exigencia está lejos de cumplirse.
No se trata solamente de generar un ámbito de diálogo y cooperación entre las provincias y la Nación. Las provincias, además, se niegan a resignar lo que reciben por coparticipación. Por eso mientras existan intereses de muchos gobernadores es poco probable que la organización institucional argentina sea sometida a un rediseño adecuado, lo que supone un Estado central fuerte, capaz de construir una Nación y de reconocer la autonomía de las provincias.
La llamada sobrerrepresentación ha sido compensada con las transferencias hechas por fuera de la coparticipación donde las jurisdicciones mayores tienen más peso a la hora de negociar con el Gobierno Nacional. Nueve de julio, por ejemplo, aporta mas de mil millones de pesos en concepto de retenciones al agro, y percibe por todo concepto tributario, apenas poco más de cien millones de pesos en términos de coparticipación.
El esquema actual de transferencias juega como igualador del desarrollo desigual. Las asimetrías regionales aún no han sido resueltas y al afectar todo el sistema tributario, afecta también al sistema político en su totalidad generando distorsiones territoriales en la atracción de recursos fiscales.
Las provincias medianas y pequeñas son sucursales del poder central. Si cesara el flujo de la coparticipación no habría ejecución posible del presupuesto de gastos. En la vereda opuesta, si atendemos a la adjudicación de esos recursos por el Congreso, las provincias recuperan su autonomía y la parte de soberanía que les corresponde.
¿Existen incentivos que impulsen a la Nación y a las provincias a promover el cambio de este sistema? En estas condiciones, resulta difícil pensar que en el mediano plazo surja una nueva ley de coparticipación.
La cuestión fiscal del federalismo saca a la luz los problemas de inequidades y desigualdades existentes en nuestro país, lo que nos conduce a reflexionar sobre la posibilidad de alcanzar un auténtico ordenamiento federal tal como fue pensado por Alberdi.
Mejorar el esquema tributario de reparto es una deuda aún pendiente en pos de un mayor desarrollo, que conduzca a una mayor integración territorial. Quizás una lectura más puntillosa de Las Bases, como programa de trabajos futuros para la Argentina es una tarea aún no realizada en su totalidad.
Quizás ese programa pudiera leerse como el fundamento prospectivo para una nacionalidad, programa que se encuentra abierto y a la espera.
Por Eve Labandeyra
Lic. en Ciencia Políticas (UBA)