Sábado 20 de Julio de 2019

24 horas en la muerte de Juan Domingo Perón

(En el mes del 45° aniversario de su muerte). Por Patricio Kenny.

Eran las dos y diez de la tarde del primero de julio del 74 cuando un estupor apenas verosímil se apoderó de los argentinos: es que una hora antes, -a las 13.15 aproximadamente- había fallecido el general Perón. En Buenos Aires, en sus calles céntricas, en las hondas barriadas industriales, en las precarias villas que la circundan, un dolor que no reconocía excepciones se instaló definitivamente. Cada esquina, cualquier recoveco, sirvió para que la gente repitiera, consternada, la increíble noticia.                                                     

En Avellaneda  –a excepción de algunos obreros y empleados que en sus lugares de trabajo seguían los acontecimientos por las radios a transistores-,  los primeros en acusar el impacto que produjo la muerte de Perón, fueron los automovilistas.  

En los semáforos los choferes parecían establecer una posta de miradas angustiadas. Muchos no podían reprimir un súbito, contagioso llanto. Algunos se detenían en las puertas de los comercios y gritaban la triste novedad: era un desahogo necesario. De pronto, en todos los sectores, en todas las barriadas, se inició una corrida incomprensible hacia almacenes y proveedurías. Largas colas festonearon, de esa manera, una de las tardes más apesadumbradas de que tengan memoria los habitantes de Buenos Aires. En la espera la evocación del líder era inevitable.

Frente a un abarrotado mercadito de la estupefacta calle Corrientes al 2300, una acongojada matrona daba rienda suelta a su explicable sorpresa: “Pobre -contaba a una vecina de cola-, yo creí que se salvaba. Como había mejorado en las últimas horas...”.  

La reflexión de su interlocutora remontó ancestrales tradiciones: “yo también tuve esa esperanza, pero era la mejoría antes de la muerte”. Otra señora agregó: “Siento un dolor aquí en el pecho que no le digo nada, es como si se me hubiera muerto un pariente. ¿Qué pasara ahora?”.

Esa misma pregunta se la formulaban todos los argentinos; casi nadie quería imaginarse cómo sería el país sin la presencia de Perón. Líder carismático y paternal. Había dejado millones de huérfanos que lo lloraban desconsoladamente.

Mi padre me contó una decena de episodios que, juntos, conforman una selva de pasiones contenidas y desbordadas; algunas me sirvieron para componer este humilde ensayo literario de nuestra historia.

En el Dock Sud la noticia desmayó las expectativas más optimistas, que no dejaron de tejerse después de los primeros comunicados médicos.

En Villa Tranquila –una polvorienta barriada de casas precarias en su mayoría- las tres de la tarde sorprendió a sus moradores poniendo retratos del líder fallecido en las puertas de sus domicilios, orlados con una bandera argentina con negros colgajos.

En las unidades básicas de Isla Maciel, a pocas cuadras de allí, brotaron improvisados altares: un busto o un retrato de Perón alumbrados por algunas velas compradas al apuro en viejos almacenes, sirvieron para hilvanar titubeantes rezos.

Mientras, en la Plaza de Mayo, se reunían los primeros grupos frente a la casa rosada, protagonistas de escenas de llanto y momentos de verdadera histeria. Un hombre de unos 50 años, mediocremente vestido, parado en medio de un cantero, solo, con la vista en el suelo, gemía en silencio convulsivamente.

A esa hora, las cuatro de la tarde no había corrillos prolongados en ningún lado, la gente apenas se paraba ante las pizarras de los diarios para leer las noticias y luego continuar su camino.

En las escalinatas de la catedral varios hombres y mujeres discutían acaloradamente el futuro del país: eran una excepción. Adentro una raleada feligresía oraba recogidamente.

El silencio que reinaba a esa hora en la ciudad era impresionante.

En las puertas de las fábricas (acatando el cese de actividades decretado por la CGT) los obreros se reunían disciplinadamente: esperaban las instrucciones de sus delegados.

Nadie violaba la consigna de no movilizarse hacia la quinta presidencial de Olivos, donde decenas de periodistas montaban una tensa guardia, testimoniando la entrada y salida de las personalidades que se acercaron a darle las condolencias a la esposa del líder. Por los auriculares de los comunicadores presentes, ya se oía la música sacra que difundía Radio Nacional, gesto espontaneo de los obreros telefónicos, que habían conectado todas las líneas con la red nacional de radiodifusión. No sería, sin embargo, la única reacción individual. Poco a poco, y a medida que crecía la noche y disminuían las largas filas de coches frente a las estaciones de servicio, una multitud compacta comenzó a dirigirse hacia el congreso, donde se habrían de velar los despojos mortales.

De los balcones de las casas colgaban, ya, banderas argentinas ornadas de crespones negros. En el teatro Enrique Santos Discépolo -en la calle Corrientes- una corona de flores testimoniaba el encendido homenaje que los artistas porteños rendían a su conductor.

El pueblo, mientras tanto, llegaba hasta las inmediaciones del congreso, algunos iban envueltos en mantas y ponchos, preparándose para pasar allí una prolongada y amarga espera.  Ahí, frente al parlamento, largos cordones de jóvenes y viejos intentaban poner orden  entre quienes pugnaban por situarse lo más cerca posible del sitio donde habría de instalarse la capilla ardiente.

Decenas de niños de corta edad dormían en brazos de sus madres o yacían arropados en el suelo: ningún grito, ningún cantico turbaba su reposo: a las tres y media de la madrugada la cola que esperaba despedirse del líder ocupaba 25 cuadras de largo. Pocos, a esa hora, tenían la esperanza de verlo por última vez, nadie –sin embargo- se confesaba esa incertidumbre en voz alta.

Las primeras luces del 2 de Julio sorprendieron al pueblo en una acongojada vigilia.

No bien comenzó a clarear se apagaron las últimas hogueras que toda la noche alumbraron las sombras y las lágrimas derramadas en los humildes altares de Villa Retiro. El día amaneció nublado y muchos de las miles de personas que se agolparon a lo largo del trayecto que habría de recorrer el cortejo fúnebre  –a lo largo de la avenida del libertador-  llevaban previsores paraguas. Al paso de la caravana una lluvia de flores brotaba de todos los balcones  y ventanas: solo una que otra persiana permanecía cerrada. En Leandro N. Alem al 300, uno de los camiones que seguían al cortejo se vio forzado a detenerse: iba cargado  de obreros. De una terraza, varios chicos derramaron, sobre ellos, un encarnado torrente de pétalos de rosas; sorprendidos, los hombres miraron al cielo y después gimotearon, con los rostros vueltos hacia el piso. Era todo un símbolo; también un dolor extra.

A las 9,40, cuando el féretro penetro en la catedral, un murmullo espeso llenó la plaza de Mayo; concluida la misa de cuerpo presente y cuando los restos de Perón eran conducidos  en una cureña hacia el congreso, el pueblo reunido, que hasta ese momento había guardado un enigmático mutismo, estallo en un solo grito: mientras lloraban sin tapujos millares de hombres y mujeres –voceando el nombre de su líder y haciendo la V partidaria- se lanzaron  sobre el féretro superando a la custodia militar hasta rodearlo.

Luego volvieron otra vez el silencio, la amargura y la agotadora paciente espera.

En otros lugares de la ciudad muchos  -que iban o volvían del congreso-  peregrinaban por encontrar un café abierto: pocos acertaban con ese objetivo.

En Buenos Aires, al filo del mediodía, era casi imposible encontrar un lugar donde comer. Por otra parte, nadie se preocupaba demasiado por eso: por una vez los porteños habían soslayado ese ejercicio que los ha hecho famosos en todo el mundo. Los ánimos, es verdad, no estaban para apetitos, solo el cigarrillo o alguno que otro caramelo, conseguía alejar la amargura que causaba el cansancio: la falta de sueño y la zozobra de una jornada cargada de emociones y presagios.

A las dos de la tarde un fuerte chaparrón no logró disminuir el agobio de un día bochornoso. En el puerto de Buenos Aires, el estampido de los cañonazos (una salva cada media hora) hacia revolotear, cronométricamente, a ciento de palomas. Diez minutos después, tímido el sol volvía a brillar. Habían pasado 24 horas en la muerta de Juan Domingo Perón.

Agradezco a mi padre su colaboración y testimonio.
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